4. Los procesos de formación de imágenes son inconcientes
Después de pasar por veinte o treinta demostraciones, yo estaba en condiciones de tomarme un respiro y me fui a sentar en una de las reposaras. Apenas lo hice se rompió; el escuchar el ruido, Ames salió de su oficina para comprobar si todo andaba bien. Luego se quedó conmigo y me hizo la demostración de los dos experimentos siguientes.
El primero tenía que ver con la paralaje (véase el "Glosario"). Sobre una mesa de un metro y medio de largo, Filas o menos, había dos objetos: un paquete de cigarrillos Lucky Strike, sostenido con un clavito a unos centímetros de la superficie de la mesa, y una cajita de fósforos, también plantada sobre un clavito, en el extremo.
Ames hizo que me parase en el costado más próximo de la mesa y describiese lo que veía: la ubicación de los dos objetos y el tamaño que me parecían tener. (En los experimentos de antes, al sujeto se le hace siempre observar la verdad antes de someterlo a las ilusiones.)
Después, Ames me indicó una tabla de madera puesta en ese extremo de la mesa, la que tenia un agujero por el cual yo podía mirar toda la mesa. Me hizo mirar a través del agujero y decir lo que veía. Por supuesto, los dos objetos seguían pareciendo estar donde yo sabía que estaban, y ser del tamaño conocido.
Al mirar a través del agujero, yo había perdido la visión panorámica de la mesa, y, además, estaba reducido al uso de un solo ojo; pero Ames me sugirió que obtuviera la paralaje de los objetos deslizando hacia uno de los lados la tabla de madera.
A medida que yo desplazaba mi ojo junto con la tabla, la imagen cambió totalmente... como por arte de magia. De súbito, el paquete de Lucky Strike estaba en la punta de la mesa y parecía ser el doble de alto y el doble de ancho que un paquete normal. Hasta la superficie del papel que lo envolvía había cambiado de textura, ya que sus pequeñas irregularidades eran ahora aparentemente más grandes. La cajita de fósforos, en cambio, parecía estar hecha para una casa de muñecas y estar situada en medio de la mesa, donde antes había visto el paquete de cigarrillos.
¿Qué había sucedido?
La respuesta era simple. Debajo de la mesa, en un lugar donde yo no podía verlas, había dos palancas o varillas que movían de costado a los dos objetos cuando yo movía la tabla. En la paralaje normal, como sabemos, cuando miramos desde la ventanilla de un tren en movimiento, los objetos próximos nos parecen quedar rápidamente detrás -las vacas que pastan junto a las vial no permanecen siquiera el tiempo suficiente para observarlas- mientras que por otro lado las montañas lejanas van quedando atrás tan lentamente que, por comparación con las vacas, casi parecen viajar con el tren.
En nuestro caso, las palancas hacían que el objeto más cercano se moviera junto con el observador. Al paquete de cigarrillos se lo hacía actuar como si estuviera muy lejos; a la caja de fósforos, como si estuviera próxima.
Dicho de otro modo: al desplazar mi ojo, y con él la tabla, yo creaba una apariencia inversa. En tales circunstancias, los procesos inconcientes de formación de imágenes creaban la imagen apropiada. La información procedente del paquete de cigarrillos era leída e incorporada a la imagen de un paquete distante, pero como la altura del paquete seguía subtendiendo el mismo ángulo en el ojo su tamaño parecía gigantesco. De manera correspondiente, la caja de fósforos parecía haber sido traída muy cerca pero seguía subtendiendo el mismo ángulo que el de su verdadera ubicación, creando así una imagen que la hacía aparecer como situada a mitad de camino y con la mitad de su tamaño conocido.
La maquinaria de la percepción creaba la imagen segura las reglas de la paralaje, reglas que expusieron claramente por primera vez los pintores del Renacimiento; y todo este proceso, la creación de la imagen con sus intrínsecas conclusiones tomadas de las claves de la paralaje, sucedía bien fuera de mi conciencia. Las reglas del universo que creemos conocer están profundamente incorporadas a nuestros procesos de percepción.
La epistemología, en el nivel de la historia natural, es en su mayoría inconciente y en consecuencia difícil de modificar la segunda demostración experimental de Ames ilustró esta dificultad.
Este experimento era denominado el cuarto trapezoidal Ames me hizo inspeccionar una gran caja de aproximadamente un metro y medio de largo, un metro de alto y un metro de profundidad. La caja tenía una extraña forma trapezoidal, y Ames me pidió que la examinara con cuidado a fin de informarme de su verdadera forma y dimensiones.
En la parte frontal de la caja había una mirilla de tamaño suficiente para aplicar ambas ojos, pero antes de iniciar el experimento Ames me hizo colocar un par de prismáticos que destruirían mi visión binocular. Yo iba a partir del presupuesto subjetivo de que tenia la paralaje de dos ojos, siendo que en verdad no tenía ninguna clave binocular.
Cuando miré a través de la mirilla, el interior de la caja se me presentó bien rectangular, marcado como una habitación con ventanas rectangulares. Desde luego, las líneas de pintura que sugerían ventanas distaban de ser simples; habían sido trazadas con el objeto de dar la impresión de rectangularidad, contradiciendo la verdadera forma, trapezoidal, del cuarto. Por mi inspección previa yo sabía ya que el lado de la caja que estaba frente a mí al mirar por la mirilla estaba dispuesto oblicuamente, de modo tal que su extremo de la izquierda estaba más lejos de mí que el de la derecha.
Ames me dio un palo y me solicitó que tratara de dar con la punta una hoja de papel clavada sobre la pared de la izquierda. Lo hice fácilmente. Luego me dijo: "¿Ve usted una hoja de papel, similar a la anterior sobre el lado derecho? Bien, quiero que la toque con el palo. Empiece con la punta del palo apoyado sobre el papel de la izquierda, y muévalo lo más que pueda".
Hice un gran esfuerzo; la punta del palo se desplazó unos dos centímetros y luego tocó la pared posterior del cuarto y no avanzó más. Ames dijo: ''Inténtelo de nuevo".
Lo intenté quizás unas cincuenta veces, hasta que el brazo comenzó a dolerme. Yo sabía, claro está, la corrección que debía introducir en mi movimiento: para evitar esa pared posterior, al desplazar el palo tenía que traerlo hacia mí. Pero lo que yo realmente hacía estaba gobernado por mi imagen. AL procurar retraer el brazo obraba en contra de mi movimiento espontáneo. (Supongo que si hubiera cerrado los ojos, podría haberlo hecho mejor, pero no lo intenté.)
No logré tocar la segunda hoja de papel, pero lo interesante, es que mi desempeño fue mejorando. Al final ya era capaz de desplazar el palo unos cuantos centímetros antes de rozar la pared del fondo. Y a medida que practicaba y mejoraba mi acción, mi imagen iba cambiando, iba dándome una impresión más trapezoidal de la forma del cuarto.
Ames me comentó después que, de hecho, con más práctica, la gente aprendía a tocar la segunda hoja con suma facilidad, y a la vez, aprendía a ver el cuarto en su verdadera forma.
El experimento del cuarto trapezoidal fue el último de la serie, y cuando terminó Ames me invitó a almorzar. Fui a lavarme en el baño del apartamento, accioné el grifo marcado con la letra "F" (de agua fría) y salió un chorro de agua hirviente mezclada con vapor.
Luego fuimos en busca de un restaurante. Mi fe en mi propia formación de imágenes estaba tan conmocionada que apenas podía cruzar la calle: no me sentía seguro de que los automóviles que se acercaban estaban realmente en cada momento donde parecían estar.