Alberto Magno y La Iglesia Católica
A diferencia de su discípulo Tomás de Aquino, Alberto Magno tenía puntos de vista muy abiertos acerca de lo que podía considerarse magia o milagro. Era, indiscutiblemente, un experimentador nato y esto le obligaba a pensar que todo lo que no podía demostrarse de forma rotunda debía dejarse en entredicho. Por ello mismo no dudaba en anotar en sus escritos científicos frases como: «He podido demostrar que esto no es cierto», o bien «Experimenté esto», o «No llegué a hacer este experimento». No cabe duda de que una actitud científica y rigurosa de tal magnitud era algo verdaderamente nuevo para la época, ya que no se limitaba a admitir lo que otros, por muy famosos que fueran, habían dicho en el pasado.
Alberto, que no rehuía ninguna manifestación del saber por criticada que fuera, sentía una profunda pasión por las ciencias naturales, cosa poco frecuente en los eruditos de su tiempo. Se convirtió, de esta suerte, en el más grande estudioso de la botánica, de la mineralogía y la fauna de todo Occidente. Todo ello era motivo más que suficiente para que sus alumnos le calificaran de «maravilla y asombro del siglo».
Como no podía ser de otra manera, tratándose de un hombre preocupado por encontrar el recto camino de su verdad, Alberto Magno manifestaba abundantes contradicciones que, en ocasiones, le llevaron a realizar actos como el de propiciar la quema del Talmud; él, que tanto había bebido en las fuentes de la filosofía hebraica. O predicar a favor de las Cruzadas, cuando no quería verse mezclado en hechos de armas.
Aunque algunos autores muestran sus dudas de que esta gran figura del saber se entregase a prácticas mágicas –o, incluso, nigrománticas–, es evidente que, en principio, no rechazaba nada de lo que pudiese extraer conocimientos. ¿Acaso sus detractores no le acusaron de mantener relaciones con las potencias demoníacas? Motivos había, y más que suficientes, para insertarle en la cohorte de los que buscaban en lo esotérico y lo oculto una explicación a los misterios de la vida.
Ciñéndonos a esto no hay que olvidar que se asegura que el más eximio de sus discípulos, Tomás de Aquino, destruyó una especie de autómata que podía andar y hablar.
Tomás, lleno de espanto, consideró el invento de su maestro como una obra propia de las fuerzas diabólicas. Sea como fuere, el caso es que algunos le consideraban brujo, y que, con razón o sin ella, Alberto decidió abandonar en 1263 su sede de obispo de Ratisbona.
Alberto Magno, «el más curioso de los hombres», como alguien le ha calificado, poseedor de una de las mentes más lúcidas de su tiempo, murió santamente y, al fin y al cabo, respetado por todos, en 1280, en la noble ciudad de Colonia.
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