El desprecio que Paracelso siente hacia la ignorancia de sus colegas se basa, sobre todo, en esa perezosa adecuación a lo que ya está dicho, relegando toda investigación propia y todo estudio profundo de la naturaleza.
Paracelso sentía un total respeto por la naturaleza ya que las leyes de ésta no se ven sometidas a los errores en los que caen tan repetidamente los hombres. «Todo en la naturaleza participa de la machina mundi, la máquina del mundo, construida según un plan divino –escribe Sellgman, refiriéndose al sabio médico y maestro esotérico–. Las distintas formas y los acontecimientos del mundo corporal tienen un profundo sentido, y constituyen otras tantas manifestaciones de lo divino.»
De esta forma muestra Paracelso su sometimiento al supremo poder y conocimiento de la Divinidad. Y asegura que el primer médico del hombre es Dios, el único creador y guardián de la salud; porque, no lo olvidemos, el cuerpo no es una cosa aparte sino la auténtica casa del alma. Y el médico, si lo es de verdad, debe tratar a los dos del mismo modo. Para él, la religión –la auténtica, la que hace honor a su verdadero nombre de re-ligare, la que une en el ser humano las cosas del mundo con las divinas–es la base y el fundamento de toda medicina.
El médico y maestro esotérico estaba convencido de que es fundamental conocer la propia naturaleza, y que el médico que no la tenga en cuenta, por muchos otros conocimientos que posea, fracasará estrepitosamente.
La armonía interior es la causa y razón de la salud del cuerpo y del espíritu. Por ello, el médico ha de ser un buen astrólogo, para conocer la armonía de las esferas y la influencia que tienen sobre el hombre. También deberá ser teólogo, pues necesita comprender las necesidades del alma de sus pacientes.
El médico completo y eficaz deberá saber también de alquimia, para conocer las sustancias universales que constituyen, en proporciones armoniosas, todo cuanto existe en el universo. Y también ha de ser sensible a las fuerzas cósmicas, sin dejar de lado una profunda vena mística que permita reconocer que existe algo más allá de la lógica.