Si se posee cierta práctica en el desciframiento de los textos herméticos, al analizar los pormenores de lo que Flamel nos cuenta sobre su «viaje» pronto se descubrirá su auténtico sentido simbólico. Por ejemplo, nos dice el alquimista que de regreso de Santiago de Compostela se detuvo en la ciudad de León. Allí tuvo oportunidad de conocer a un sabio judío muy versado en la cábala que le fue descifrando el sentido de las figuras jeroglíficas de su libro, y que le prometió acompañarle hasta París. Pero este hombre sabio muere en Orleans. Esta descripción, según ciertos autores, podría significar la «muerte» de la primera materia, paso que representa el punto de partida de la alquimia operativa. Lo mismo sucede con otros muchos pasajes de su viaje, en el que la realidad geográfica nunca queda detallada con precisión, porque no es en modo alguno necesario.
Tuvieron que pasar, no obstante, algunos años más hasta que Flamel llegó a la consecución de la piedra filosofal. Según nos dice, tal acontecimiento tuvo lugar al mediodía de un lunes, 17 de enero de 1382. En ese feliz momento se encontraba acompañado de su fiel esposa, Perenelle, que habría de ser en adelante su compañera inseparable en el trabajo alquímico.
Meses más tarde, en abril de ese mismo año, vuelve a repetir la operación con el mismo éxito, y obtiene «un oro puro, mucho mejor que el oro corriente, más suave y maleable». «Ciertamente, ya puedo hacer esta operación –dice –. La he realizado tres veces más con ayuda de Perenelle que la entendía tan bien como yo, pues me había ayudado en todo el proceso. Si ella hubiera querido hacerlo sola, lo hubiera conseguido. Por mi parte, ya tenía bastante haciéndolo una sola vez, pero me complacía mucho contemplar en los recipientes las obras admirables de la Naturaleza.»
Pero entonces surgen ciertas dudas de índole personal. Flamel tiene miedo de que su esposa, entusiasmada por haber conseguido, después de tanto tiempo y tanto esfuerzo, la plena realización de la Obra –con la estimulante contrapartida física de la fortuna adquirida –, pueda hacer algún comentario poco conveniente a familiares o amigos; pues, como él dice, «la alegría extrema anula los sentidos, al igual que lo hace la gran tristeza». Pero Perenelle no sólo es una compañera fiel sino que también se muestra sumamente discreta. Jamás llegó a hacer la menor revelación del secreto. Según el propio testimonio del alquimista, Dios le había concedido una esposa casta, prudente y mucho más discreta de lo que suelen ser generalmente las mujeres.
Exito de Flamel
Justamente en ese mismo año de 1382, en el que según afirma laurel se logró satisfactoriamente la transmutación, aparecen las primeras señales de su gran fortuna.
El antiguo y humilde escribano, que a los ojos de la gente no tenía otro beneficio que el producido por su sencillo trabajo, se convierte rápidamente en un hombre acaudalado, propietario de numerosas casas y fincas. Hace construir hospitales, restaura iglesias y capillas, y entrega elevadas cantidades de dinero a las instituciones de caridad. Los beneficiados por la magnanimidad del alquimista responden con rogativas y procesiones en su honor. Dato curioso y más que sorprendente: estas procesiones seguirán realizándose, nada más ni nada menos, que durante los cuatro siglos siguientes.
Como suele suceder en estos casos, la repentina fortuna de Flamel no pasó desapercibida a las codiciosas autoridades y éstas informan a la Corona.
El rey de Francia es, en esos años, el enfermizo y débil Carlos VI, que, para colmo de males, está manteniendo con Inglaterra una larga guerra, esa contienda que se prolongará durante lustros y que recibirá el nombre de «Guerra de los Cien Años». Pero, pese a todo ello, el monarca tiene tiempo para ocuparse de la expectación producida por esa sorprendente fortuna del humilde artesano de la Boucherie, y no duda en enviar nada menos que a todo un miembro de su Consejo para que investigue el asunto y le informe de lo que está sucediendo:
«Habiendo llegado a oídos del rey noticias sobre la súbita riqueza de Flamel, el monarca envió a su casa al señor de Cramoisy, relator del Consejo de Estado, para averiguar si lo que se venía contando era cierto. Pero el enviado halló a nuestro hombre viviendo con tal sencillez que, incluso, no dudaba en seguir utilizando en su mesa vajilla de barro. Sin embargo, la tradición afirma que Flamel se sinceró con él, y le dio un matraz lleno de su polvo; el cual se dice que fue conservado largo tiempo por esa familia, y con el que el alquimista, al mismo tiempo, pudo mantenerse a salvo de nuevas pesquisas reales.»