Este libro único, en el que Flamel irá encontrando, poco a poco y con enorme esfuerzo, la simbología sagrada de la Obra. Desde el primer momento, como él mismo nos dice, se puso a estudiar el manuscrito con una entrega total, pero el tiempo pasaba y no lograba hacer el menor progreso. Flamel, acuciado por el deseo de descifrar el contenido del manuscrito, termina por confesar el motivo de sus pesares a su esposa Perenelle. La mujer, llevada por la mejor disposición, trata de ayudarle; y aunque no lo consigue, porque aquellos signos también son demasiado abstrusos para ella, no puede evitar el quedar fascinada por ellos. Ahora son ya los dos los que se encuentran en el umbral de la gran aventura.
Flamel está firmemente decidido a descifrar el significado de este libro extraño; y para ello no encuentra otro medio que ponerse en contacto con aquellas personas que, a su juicio, deben estar más duchas en las misteriosas ciencias herméticas. Pero el fracaso corona su intento. No obstante, no se desanima y prosigue su búsqueda. Una búsqueda que le lleva a contactar con un personaje del que sólo conocemos su nombre, un tal «maestro Anselmo». Éste, que se encuentra muy versado en medicina, le proporciona nuevas pautas para descifrar los jeroglíficos, e ir avanzando de este modo en el conocimiento de la Obra.
Sin embargo, y a pesar de sus constantes esfuerzos, el trabajo de nuestro escribano, que se va prolongando a lo largo de los años, no obtiene el menor fruto. Él mismo nos cuenta sus continuos e infructuosos intentos:
«... Ésta fue la causa de que a lo largo de veintiún años hiciera mil mezclas, no siempre con sangre –cosa fea y vil – pues hallé en mi libro que los filósofos llaman "sangre" al espíritu mineral que hay en los metales, sobre todo en el Sol, la Luna y Mercurio, cuya conjunción intenté siempre. Pero estas interpretaciones eran, por lo general, más sutiles que reales, ya que nunca vi en mis operaciones los signos que estaban escritos en el libro. De este modo, volvía a empezar una y otra vez. Y cuando estaba a punto de perder la esperanza de entender estas figuras, decidí hacer una promesa a Dios y a Santiago de Galicia, para impetrar la interpretación de tales figuras de algún rabino judío, en alguna de las sinagogas que hay en España.»