Nacido en una familia modesta que, sin embargo, era respetada por todo el mundo debido a su gran honestidad –«incluso por los envidiosos», como él mismo afirma–, tuvo la oportunidad de adquirir cierta formación cultural, cosa que hizo con gran provecho. Así, gracias al dominio de la escritura, pronto pudo ganarse la vida como amanuense o escribano público, oficio que estuvo desempeñando a lo largo de muchos años.
Decidido a establecerse en París, buscó un local cercano al cementerio de los Santos Inocentes, para poder trabajar en él de forma más cómoda. No tardó mucho en granjearse la simpatía de las gentes, al tiempo que iba consiguiendo una clientela segura. Pasado algún tiempo, trasladó su despacho a otro pintoresco barrio parisino, Saint-Jacques-la-Boucherie, que también quedaría gratamente impreso en su memoria.
Convertido en un artesano reconocido, y dueño ya de algunos ahorros, decide casarse por esas fechas con la que será para siempre su compañera inseparable, Dama Perenelle. Se trata de una viuda, algo mayor que él, que también aporta al matrimonio algunos bienes.
Durante bastantes años, la vida del que habría de convertirse en gran alquimista y maestro del hermetismo transcurrió dentro de una cómoda monotonía, propia de un pequeño burgués que se dedica por entero a las minucias de su oficio. Las cosas hubieran seguido por tales derroteros, de no haberse tropezado con el libro que transformaría su vida por completo. Pero dejemos que sea el propio Flamel el que nos cuente las particularidades de este singular hallazgo:
«... Así pues, cuando tras la muerte de mis padres me ganaba la vida con nuestro arte de escritura, haciendo inventarios y cuentas, y frenando los gastos de tutores y mentores, he aquí que me vino a las manos, por el precio de dos florines, un libro dorado, muy viejo y de buen tamaño. No era éste de papel y pergamino como suelen ser los demás, sino que estaba hecho con cortezas (así, al menos, me lo pareció) de tiernos arbustos. Sus tapas eran de fino cobre, grabado con letras y figuras extrañas. Creo que podían ser caracteres griegos o de otra lengua antigua similar, pues no sabía leerlas; pero no eran letras latinas o galas, porque de ésas entiendo un poco. En el interior, las láminas de corteza estaban grabadas con gran perfección, y escritas con buril de hierro; con unas letras latinas coloreadas, muy bellas y claras. Contenía tres veces siete folios; así estaban numeradas en lo alto de la hoja. El séptimo de ellos no contenía escritura alguna. En su lugar había pintados en el primer séptimo, un látigo y unas serpientes mordiéndose. En el segundo séptimo estaban pintados unos desiertos por donde corrían unas hermosas fuentes, de las que salían varias serpientes que reptaban por todos. En el primer folio aparecía, con gruesas letras mayúsculas doradas: "Abraham Judío, Príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo. A la nación judía dispersa por la ira de Dios. SALUD. D. I.". Después de esto, aparecían grandes imprecaciones y maldiciones (con la palabra, varias veces repetida: MARANATHA) dirigidas a todo el que posase ahí sus ojos, si no era sacrificador o escriba. –El que me vendió el libro no sabía lo que valía, ni tampoco yo cuando lo compré –. Creo que se lo robaron a los miserables judíos, o lo encontraron oculto en el antiguo lugar en que habitaban.»