El miércoles, al atardecer, alguien había irrumpido en la sala, registrándolo todo. Más tarde supe que se trataba del padre de uno de mis alumnos, un coronel de la Fuerza Aérea que había estado un tiempo prisionero en un campo de concentración alemán. Al saber acerca de nuestras actividades, simplemente perdió el control de sus actos y, tarde en la noche, entró en la sala haciéndola pedazos. A la mañana siguiente lo encontré recargado contra la puerta. Me habló de sus amigos asesinados en Alemania, mientras me agarraba, temblando, y, con palabras entrecortadas, me rogó que lo entendiera y ayudara a regresar a su casa. Llamé a su esposa y, con la ayuda de un vecino, lo llevé a su casa. Durante horas hablamos sobre lo que él sentía y hacía. Desde ese momento, en la mañana del jueves, estaba más preocupado aún con lo que estaba ocurriendo en el colegio. Nuestra actividad estaba afectando a la facultad y a otros estudiantes. La Tercera Ola estaba interfiriendo la enseñanza, ya que algunos estudiantes faltaban a otras clases para participar con nosotros. La dirección interrogaba a los alumnos acerca de sus actividades. Se ponía en funcionamiento una verdadera Gestapo.