Egipto, que había sido durante tantos siglos cuna de una cultura en la que los muertos presidían la existencia de los vivos, tenía que desempeñar un papel indiscutible en el universo esotérico. Alejandría constituía un crisol de saberes: los que procedían de Oriente y los pocos que aún quedaban del mundo helénico. De hecho la ciudad del Delta había sustituido a la ya decadente Atenas, porque ésta, se encontraba sumida en el abandono y la desidia.
En ese magnífico caldo de cultivo que era Alejandría, surgió un movimiento místico-filosófico que no despreciaba en absoluto el hurgar en el mundo de lo oculto. Las fórmulas mágicas, los encantamientos y las palabras poderosas eran una parte importante del patrimonio de los gnósticos, cuyo libro sagrado, la Pistis Sophia, está plagado de alusiones a números, símbolos y sellos sagrados que tenían su origen en la mística hebrea y en los viejos cultos egipcios.
El gnosticismo, cuya doctrina es por demás compleja, constituyó un verdadero señuelo para la mayoría de los sabios herméticos de la época. El propio Sinesio, siendo ya obispo, escribió himnos gnósticos que nada tenían que ver con la ortodoxia cristiana.
Esta escuela filosófica de los gnósticos, y posteriormente el neoplatonismo, abrió de par en par las puertas del mundo de lo mágico y de lo esotérico a toda una legión de filósofos, pensadores y eruditos. Una vez que Atenas hubo perdido su hegemonía y Roma acaparó su patrimonio cultural, los adivinos, taumaturgos, profetas y magos de toda índole impusieron su hegemonía, tanto en las clases más elevadas como en el pueblo llano. Las figuras de Apolonio de Tiana, en tiempos del declive helénico, y de Simón el Mago, ya en la Roma imperial, representan dos de los últimos hitos del esoterismo de la Antigüedad.