Bacon sustentaba la idea de que el conocimiento era la consecuencia de una impresión directa sobre el espíritu. Dios había revelado a los primeros hombres no sólo los principios y verdades religiosaos y morales, sino también las ciencias que habrían de ser necesarias para la organización de la vida social.
Escribe entonces sus tres obras máximas: Opus maius, Opus minus y Opus tertium. En ellas hace una denuncia directa de la ignorancia que aplasta al ser humano, y se extiende en un alegato de la ciencia y de la naturaleza. Es necesario saber tratar la materia, lograr la transmutación, avanzar en la Gran Obra.
Pero uno no se podía manifestar de manera tan tajante en aquella época. Hablar de los secretos de la materia, ahondar en los entresijos de la naturaleza, sustentar principios que iban en contra del riguroso y respetado orden establecido por la jerarquía constituía faltas imperdonables.
Bacon era un rebelde, y los rebeldes pagan antes o después su osadía. Aquel monje insensato se proponía, nada más y nada menos, que establecer las bases de un saber, de una ciencia total. ¡Herejía!
La Iglesia todopoderosa hace sonar sus trompetas precursoras del Juicio. Se acumulan los cargos contra el sabio; se le tacha de hereje, de brujo, de alquimista nefando. Se le detiene, se le encarcela y se le arroja a las mazmorras, acusado de brujería.
El pobre Bacon sólo había disfrutado de tres años de relativa tranquilidad, mientras duró el papado de Guido Fulcodi, que reinó con el nombre de Clemente IV, y para el que había escrito varios tratados.