Aunque gran parte de los libros de Bacon está escrita en un lenguaje enrevesado, con el propósito de que sólo accedieran a su íntima esencia los espíritus más conocedores de la materia que se trataba, su obra entera se encuentra plena de impulsos, de grandes aspiraciones, de un mensaje liberador y novedoso, que tiene muy poco que ver, por lo revolucionario, con lo que se escribía en su época.
Sus tres Opus, Maius, Minus y Tertium, le convertían en un sabio prodigioso, en una especie de eximio inspirador de grandes y futuros descubrimientos.
Él creía en la fuerza de las fórmulas de encantamientos y en los signos; conocía la sugestión y, muy posiblemente, el fenómeno hipnótico. ¿Cómo no se le iba a temer, a acusar de brujo? En realidad, toda su obra anticipaba en muchos siglos el espíritu de Fausto.
Los maestros esotéricos del futuro beberían en sus obras el espíritu esencial de la naturaleza, el secreto trascendental de las cosas. Hay un párrafo de una de sus obras, Espejo de Alquimia, que si bien se refiere a los prolegómenos de la Obra, podría servirnos como texto en clave de su propio espíritu de investigador impenitente:
«Cuando la naturaleza cuece los metales en las minas, ayudada por el fuego natural, sólo puede hacerlo si emplea un elemento adecuado para la cocción. Y ya que nos hemos propuesto imitar a esa misma naturaleza en el régimen del fuego, bueno será que la imitemos también en el recipiente. Examinemos el lugar donde se elaboran los metales. Hay un fuego bajo la montaña que produce un calor constante, y cuya naturaleza es aumentar sin cesar...».
El fuego que ardía en el corazón y en la mente de Bacon tenía que quemar por fuerza los convencionalismos de su época. «Me arrepiento de haberme agotado tratando de aniquilar la ignorancia», decía con amargura en su lecho de muerte. No obstante, su tarea inmensa no había sido vana.