La familia de Agripa –cuyo auténtico apellido era Cornelius, ya que el de Agripa lo tomó más tarde, al adoptar el nombre que tenía su ciudad natal en la época romana–, pertenecía a la baja aristocracia. Esta condición social, de cierto abolengo, determinó sin duda que el joven Agripa se decantara, en una primera etapa de su vida, por la carrera militar. Era la suya una época en la que los conflictos surgían por todas partes, y en la que el destacar en las armas no debía ser difícil para un joven como él, de cuna noble y de temperamento impulsivo. Sin embargo, nada sabemos de sus andanzas en ese campo de la milicia, en el que, por lo demás, no quiso permanecer mucho tiempo.
Decidido a dar un cambio total a su vida, inicia una serie de estudios humanísticos y científicos que le servirán, como hemos citado anteriormente, para impartir, después, la enseñanza en distintas universidades europeas y fundar en el año 1515, en Pavía, un instituto para el estudio y desarrollo de las ciencias ocultas. Cuenta por entonces veintinueve años, lo que nos lleva a suponer que su conocimiento del hermetismo tenía que ser muy grande para mostrarse como maestro a una edad relativamente joven.
Y así tuvo que ser, porque la figura de Agripa constituye una de las personalidades ocultistas más fuertes de la época, esa época rica y tumultuosa que fue el Renacimiento. Muy pareja a los tiempos en que le tocó vivir fue su suerte, pues tan pronto se ve encumbrado a los más altos favores de los poderosos, como se encuentra encerrado en lóbregos calabozos. Sus marchas forzadas de un país a otro, que ni siquiera gozarán de un respiro en los últimos años de su vida, son interminables y están asimismo causadas por el ardor de su temperamento, que no quiere aceptar jerarquías ni normas. Un temperamento que queda perfectamente reflejado con estas palabras con las que fue definido en su época: «Nada respeta Agripa. Desprecia, sabe, ignora, llora, ríe, se irrita. Lo destroza todo y de todos se burla: del filósofo, del demonio, del héroe y de Dios».
Es natural que la jerarquía, ya fuera civil o eclesiástica, no pudiese permitir una rebeldía de este calibre.