Desde siempre el pehuén creció engrandes bosques. Al principio los que habitaban esas tierras no comían los piñones porque creían que eran venenosos. Al pehuén lo consideraban árbol sagrado y lo veneraban rezando a su sombra, ofreciéndole regalos: carne, sangre, humo, y hasta conversaban con él y le confesaban sus malas acciones. Los frutos los dejaban en el piso sin utilizarlos. Hubo años de gran escasez de alimentos y todos pasaban mucha hambre, muriendo especialmente niños y ancianos. Parecía que Dios no escuchaba el clamor del pueblo y la gente seguía muriendo de hambre.
Pero Nguenechén no los abandonó... Y sucedió que uno de los jóvenes se encontró con un anciano de larga barba blanca.
- ¿Qué buscas, hijo? –preguntó
Algún alimento para mis hermanos que mueren de hambre.
- Y tantos piñones que ves en el piso bajo los pehuenes, ¿no son comestibles?
- Los frutos del árbol sagrado son venenosos, abuelo-contestó el joven.
- De ahora en adelante los recibiréis de alimento como un don de Nguenechén. Hervidlos para que se ablanden, o tostadlos al fuego y tendréis un manjar delicioso. Haced buen acopio, guardadlos y tendréis comida todo el invierno.