A mediados del siglo XVIII, la medicina se caracterizaba por prácticas que hoy se considerarían primitivas, debido al uso de dosis tóxicas de mercurio, de otros metales pesados y el amplio uso de la sangría.
Un médico alemán, Samuel Hahnemann, nacido en 1755, dejó la práctica de la medicina, debido al daño que estas costumbres causaban a los enfermos.
Mientras traducía una obra de Cullen, un herborista escocés, encontró una teoría relativa a la acción curativa de la «corteza peruviana», que ahora conocemos como quino. Este medicamento (la quinina), efectivo contra la malaria (un azote en ese periodo de Europa), fue introducido al continente europeo por los exploradores españoles desde América del Sur. Cullen planteaba que el intenso sabor amargo de esta corteza actuaba como «tónico» para el estómago, y cortaba la fiebre.
S. Hahnemann rechazó el planteamiento, pues conocía sustancias igualmente amargas, o incluso más que, sin embargo, no curaban la malaria. Sin embargo, notó que el medicamento era efectivo, y eso despertó su interés. Empezó a probar en sí mismo el medicamento, a pesar de no estar enfermo.
La consecuencia fue que desarrolló varios síntomas de la malaria, pero sin fiebre. Los síntomas desaparecieron cuando dejó de tomar el preparado de la corteza y reaparecieron al tomarlo de nuevo. A partir de esta prueba formuló la teoría de que la acción curativa del medicamento sobre la malaria estaba relacionada con la capacidad del medicamento para causar síntomas similares en personas sanas que lo tomaran (ley de los similares).