Todos estos encuentros le habían turbado profundamente y le habían hecho pensar en la falta de sentido de su vida de placer. Comenzó a ver su entorno con otros ojos y a observar el esfuerzo y el sufrimiento de los criados y trabajadores, el de los animales que trabajaban en el campo e incluso el de las mujeres que llenaban el harén del palacio. Comprendió la magnitud del sufrimiento que le rodeaba y en el que estaban sumidos todos los seres y decidió buscar el también una salida a esta rueda de dolor inacabable que se renovaba con cada existencia. Con cerca de treinta años dejó su palacio y su patria, se despojó de adornos y joyas, se vistió como mendigo y como tal aprendió a pedir limosna.
Al principio Sidarta buscó la enseñanza de grandes maestros como Arada y Rudraka, que le enseñaron a meditar hasta niveles muy elevados y, una vez que hubo aprendido se retiró a Bodgaya en el reino de Magadha, en donde se entregó a las más extremas prácticas ascéticas durante seis años. Su fama se extendió y varios ascetas más se le acercaron y se convirtieron en sus discípulos, al ver sus grandes cualidades y los extremos a que llevaba su sacrificio.
El ascetismo extremo, sin embargo, no le hizo progresar demasiado en el camino hacia la iluminación y, cuando Sidarta comprendió que castigar el cuerpo hasta ese extremo no le haría adelantar más de lo que ya estaba volvió a comer mejor, se bañó y reconsideró su posición. Sus discípulos, desilusionados por lo que consideraban un abandono, le dejaron, pero él se dio cuenta de que, con las fuerzas recuperadas, volvía a sentirse capaz de continuar con su esfuerzo. Por eso enunció Sidarta su doctrina de la Madiamika, el camino medio: los excesos de sensualidad y ascetismo no son favorables para perfeccionarse espiritualmente; el sabio debe buscar un equilibrio entre ambos extremos.